Ojos furia, rojo tortura.

Esos días en que te olvidas de todo, incluso, de lo que te mantiene vivo.

En un balcón de casona antigua, balcón con suelo de mármol y baranda de hierro, allí reposa su cuerpo el santo de ojos furia, mirando desde la altura al pseudo mundo que hay bajo su mentón, extrañando el viaje de ida y odiando la vuelta, esperando en calma la señal de la torre del reloj, manipulando un libro amarillo y encerrado en el polvo, lo que algunos fueron después de ser. Un triste navío colisiona contra una nube y la convierte en copos de nieve y néctar, un pálido grito llueve desde abajo y el libro como apresurado por besar el piso comienza a caer hasta abrazar la gélida roca.
Una mano toma con decisión la baranda labrada y en un salto dos pies descalzos emprenden una súbita caída al origen del alarido bañado de horror.
A punto de estallar contra el pavimento él estira sus brazos y en su espalda explotan sus alas, su rostro se torna eufórico pero calmo, se vuelve ángel y demonio y así, despacio, muy despacio se incorpora a la imágen  principal; una muchacha arrodillada, una mueca de lamento y un manto de nieve cubriendo la totalidad de lo que los faroles logran iluminar. Sin emitir palabra ella se arrastra hacia atrás, con la piel cubierta de sombras y las manos de espinas. Una palma, una muñeca y un brazo se aproximan a su encuentro con paciencia y cautela, pero todavía sin levantar la vista ella continúa retrocediendo, un ruido ensordecedor, un grito o dos, un golpe y la luz de fondo que fallece...

La dama parpadéa cunado algo moja su pómulo derecho, no es lluvia ni lágrima, una gota de color rojo tortura sigue a otra, y otra más, así otras tantas continúan el ritual. Es una afilada daga lo que se ve, una mano cerrada que mantiene la muerte a unos centímetros de su sien... En la altura la expresión de dolor oculta en el ceño fruncido de quien no la deja alcanzar su meta y entre blancos, grises y negros, el rojo empieza a destacar. Naufragan ideas de finales inesperados y no hay pianos ni un telón, la vida acostumbra obviar ese tipo de sutilezas, no así las dagas que atacan a una muñeca desesperada que desgarra su ahogo en un solo grito de desesperación. Como alguna vez supo hacer, él separó sus labios, la levantó con un solo brazo, la apartó del recorrido del destino y sonrió sin mirarla, abrió el puño cerrado y Laquesis siguió sin quejas, sin voltear.

A veces, no necesitamos que nos mantengan con vida a cada suspiro, porque a veces, es suficiente con salvarnos una vez de la muerte para poder seguir solos hasta el final.


Sinceramente es un texto que no me agrada, pero necesitaba escribir algo así y necesito dedicarlo, Maro, gracias por enseñarme, gracias por aprender, gracias por vigilarme, por siempre preocuparte por hacerme sentir bien conmigo mismo, mucho de todo esto es una deuda que alguna vez habré de saldar, gracias por dejarme salvarte y por retribuir cada minuto de esfuerzo.


Will.-

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